
Cuando el humo blanco se eleve sobre la chimenea de la Capilla Sixtina y las campanas del Vaticano rompan el silencio, un hombre saldrá al balcón central de la Basílica de San Pedro y pronunciará una fórmula que, desde el siglo XV, anuncia al mundo la llegada de un nuevo pontífice. No será un tuit, ni un parte oficial, ni una foto filtrada: será una frase en latín que lleva siglos intacta, como un relicario verbal.
“Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam”.
La escena ocurre siempre igual. Una multitud expectante en la plaza, rostros alzados hacia un cielo que parece contener la respiración, manos apretadas en oración o en el frío. Entonces, con voz firme, el Cardenal Protodiácono —la autoridad encargada del anuncio— pronuncia las palabras que cruzan generaciones, dictaduras, concilios y cismas. Palabras que no se actualizan, que no se adaptan al italiano moderno, ni al inglés global. Palabras en latín, la lengua oficial de la Iglesia católica.
¿Por qué en latín? Porque es la lengua que no cambia.
En un mundo donde las palabras se desgastan con la velocidad del scroll, el latín permanece inalterado. No hay lugar para interpretaciones ambiguas ni traducciones forzadas. Es la lengua del dogma, del derecho canónico, de los concilios y las bulas. En latín se escribieron los exorcismos y los tratados teológicos, las condenas de herejía y las canonizaciones. Y sobre todo: en latín, la Iglesia se habla a sí misma.
El latín no es nostalgia: es autoridad. Su uso en la elección papal recuerda que lo que ocurre allí no es un evento mediático, sino un acto fundacional. Un eco de Roma que resiste el paso del tiempo, como las columnas dóricas de San Juan de Letrán o la piedra blanca de los mártires. Por eso, cuando el humo se alza, no se dice “hay Papa” ni “fue elegido un nuevo líder espiritual”. Se dice lo que se ha dicho durante siglos, sin adornos ni explicaciones, porque no las necesita.

Después de esa primera frase —el anuncio del júbilo— viene el resto de la fórmula, también en latín: “Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum [nombre], Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem [apellido], qui sibi nomen imposuit [nombre papal]”.
En esa secuencia se revelan tres cosas: el nombre de pila del cardenal elegido, su apellido como miembro del Colegio, y finalmente, el nuevo nombre que ha escogido como Papa. Un nombre que ya no le pertenece solo a él, sino al tiempo que le tocará gobernar.
Así ocurrió con Joseph Ratzinger, anunciado como Benedicto XVI, y con Jorge Mario Bergoglio, que eligió el inédito nombre de Francisco. Así ocurrirá, inevitablemente, con su sucesor. La plaza estallará en aplausos, el nuevo Papa saldrá al balcón, bendecirá a los fieles, y el mundo —aún sin entender latín— entenderá que algo inmenso ha ocurrido.
Solo entonces, y no antes, la frase cobrará su significado pleno: “Les anuncio una gran alegría: tenemos Papa”. Pero no es solo un anuncio. Es una epifanía sellada en latín. Un vestigio del Imperio que se ha convertido en plegaria. Una frase que no necesita traducción para estremecer.
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